La joven Ana María Matute. |
Este blog manifiesta un sentido y merecido homenaje para nuestra estimada y admirada , Ana María Matute. Fallecida hace pocos días. Fecunda y destacada escritora española que tantas aventuras y fantasías nos hizo vivir. Prestigiosos galardones concedidos, miembro de la Real Academia Española de la Lengua, ocupando el sillón vacante que dejó Carmen Conde, el K mayúscula. Numerosos premios, entre los que destacan el Nadal, el Planeta y otros. El Cervantes, tan sólo hace tres años, apenas pudo disfrutar de él. Merecía haber sido premiada con él hace décadas.
Seguidamente os ofrezco el discurso con el que recibió el más destacado y prestigioso de nuestros premios, el Cervantes, que la define como a una enorme fantástica creadora, ingeniosa y brillante escritora.
Nos regaló un magnifico legado del que generaciones venideras podrán disfrutar y enriquecerse.
Al terminar su brillante discurso dijo esto que bien parece su epitafio:
-" San Juan dijo: "El que no ama está muerto" y yo me atrevo a decir: -"El que no inventa no vive"-.
Mari Carmen.
El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil,
en el que yo me sentía distinta: era tartamuda, más por miedo que por
un defecto físico. La prueba de ello es que esa tartamudez desapareció
durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso es que, salvo
excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar - y quizá explicarme de algún modo – mi extrañeza, mi entrega total absoluta, a esto que luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas.
Pero mi mayor osadía era no sólo llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que, encima, la llevaba escrita a mano, en
un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro. (Si
alguien de mi edad me está escuchando, sabrá de qué tipo de libreta
hablo. Eran las libretas de la posguerra.) Yo iba a Destino
cada día, con mi libretita bajo el brazo, diecinueve años y calcetines
-que entonces estaban de moda a esa edad - y mi aspecto aún más aniñado
del normal. Un empleado que se había fijado en mí (debía de resultar
patética) se conmovió con mis pretensiones y mi libreta y me consiguió
una entrevista con el director. Se trataba del novelista Ignacio Agustí, que acababa de tener un enorme éxito con su novela «Mariona Rebull».
Desde aquí les pido perdón a aquellas gentes de buena voluntad.
Tómenlo como lo que era: una invención más. La había introducido no sólo
en algunos de mis cuentos, sino también en alguna novela; y, al fin, yo
me lo creía, y me lo creo: el arzadú brota cada primavera, o cada
otoño, en las vastas y ahora ya remotas colinas de los sueños. De los
sueños que convierten Aldonzas en Dulcineas, y quién sabe cuántas flores más. Tantas como soñadores, o poetas existan.
En lugar de cuentos aislados, empecé a escribir entonces una
revista, de la que era editora, escritora y repartidora, una revista «a
mano» que se pasaban unos a otros mis hermanos y mis primos, algún amigo
... Había de todo: desde cuentos, por supuesto (que siempre acababan
con un «continuará» del que yo aún no tenía clara noticia), hasta
crítica de cine,
con sus correspondientes fotografías recortadas de alguna revista. Y
recuerdo ahora como, en medio de todo aquel horror, qué encanto, qué
maravilloso invento de la vida era para mí aquella llamada revistilla
... y todo lo que yo ignoraba, que sería lo que continuaría mañana ... Entonces escribí mi primera novela. Se llamaba Juanito, y ocurría durante la Revolución Francesa.
Pero pueden imaginar qué extraña Revolución Francesa relataba ... Claro
está: me la inventé, pero algo tienen los inventos-sueños, porque,
cuando durante la noche, toda la casa dormida, acudía al cuarto de mis
dos hermanos, José Antonio y José Luis, y, ayudada por una linternilla
de pilas, se la leía, protestaban cuando yo decía «continuará». (Y eso
quería decir hasta la noche siguiente.)
Seguidamente os ofrezco el discurso con el que recibió el más destacado y prestigioso de nuestros premios, el Cervantes, que la define como a una enorme fantástica creadora, ingeniosa y brillante escritora.
Nos regaló un magnifico legado del que generaciones venideras podrán disfrutar y enriquecerse.
Al terminar su brillante discurso dijo esto que bien parece su epitafio:
-" San Juan dijo: "El que no ama está muerto" y yo me atrevo a decir: -"El que no inventa no vive"-.
Mari Carmen.
Majestades, Autoridades:
Sospecho que no soy la primera en decir que nunca, durante
la larga travesía de mi vida (salpicada, por cierto, de abundantes
tempestades), imaginé que llegara a conocer un día como éste. Y, junto a la inmensa alegría que me invade, debo confesarles que preferiría escribir tres novelas seguidas y veinticinco cuentos, sin respiro, a tener que pronunciar un discurso,
por modesto que éste sea. Y no es que menosprecie los discursos: sólo
los temo. Mi incapacidad para ellos quedará manifiesta enseguida, y, por
tanto, me permito apelar a su benevolencia. Pero antes deseo hacerles
partícipes de mi agradecimiento: este premio lo considero como el reconocimiento, ya que no a un mérito, al menos a la voluntad y amor que me han llevado a entregar toda mi vida a esta dedicación.
Así que esta anciana que no sabe escribir discursos sólo
desea hacerles partícipes de su emoción, de su alegría y de su
felicidad - ¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra? - a todos
cuantos han hecho posible este sueño, sueño que me acompaña desde la
infancia. Desde aquel día en que oí por vez primera la mágica frase: «Érase una vez...» y
conmovió toda mi pequeña vida. Érase una vez un hombre bueno,
solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e
inventaba la vida. San Juan dijo: «el que no ama está muerto» y yo me
atrevo a decir: «el que no inventa, no vive».
Y llega a mi memoria algo que me contó hace años Isabel
Blancafort, hija del compositor catalán Jordi Blancafort. Una de ellas,
cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: «La música de papá, no te la creas: se la inventa».
Con alivio, he comprobado que toda la música del mundo, la audible y la
interna -esa que llevamos dentro, como un secreto - nos la inventamos.
Igual que aquel soñador convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza. Inventó
sensibilidad, inteligencia y acaso bondad - el don más raro de este
mundo- en una criatura carente de todos esos atributos, (¿Y quién no ha
convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado, en
Dulcineo o Dulcinea...?).
«El tiempo en el que yo inventaba era un tiempo muy niño y muy frágil»
Sí, este galardón que tanta felicidad y optimismo me causa –
y no olvidemos que el optimismo y los planes de futuro, a los ochenta y
cinco años, son cuestiones a meditar o poner en tela de juicio puede
ser el colofón a la entrega de toda una vida que, en mis tiempos mozos,
consideré en su mayor parte una vida de papel". Y recuerdo. Recuerdo.
Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, «Primera memoria». Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas.
Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura - en grande -,
como en la vida, se entra con dolor y lágrimas. Gorogó lo sabía, lo sabe
y no me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco
años, me lo trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow.
Mi padre sabía que a mí no me gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas
de aquel tiempo: mujeres recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a
las amigas de mamá era todo su futuro. Gorogó, como entonces, sigue
conmigo ahora, lo llevo a todos mis viajes, y le sigo contando lo que no
puedo contar a nadie. (Hoy también me espera en el hotel.)
Y sigo haciéndole partícipe, por ejemplo, del miedo que
siento por tener que pronunciar estas palabras, y, sobre todo, ante
quienes debo hacerlo. Gorogó, estás aquí - mi mejor invento -, estás a
mi lado, viejo amigo, en este día inolvidable, con tu ojo derecho ya
nublado, como el mío, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros,
hirsutos, de limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de
tu frac azul... ¡Cómo nos parecemos, Gorogó!
¿Te acuerdas de aquel día, que hoy me devuelves con toda la
añoranza y el encanto-desencanto que compone una vida tan larga...? ¿Y
recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi veinte años,
cuando por primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo ignoraba
todo? La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a
los fabricantes de inventos y de sueños - ¿acaso no son, a veces, una
misma cosa? Todo eso me
empujó a llevar mi primera novela -escrita años antes, a los
diecisiete- a probar fortuna en una de las más prestigiosas editoriales.
«San Juan dijo: "el que no ama está muerto" y yo me atrevo a decir: "el que no inventa, no vive"»
Cuando vio mi cuadernito lleno de letras e
«inventos, tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza.
Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me
explicó que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me
dirían algo. Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más
ignorante y despistada de cuanto el mundo editorial se refería. Nadie de
mi entorno, ni familiares, ni amistades, conocidos o saludados (como
diría Josep Pla) había tenido nada que ver con el mundo editorial. Eran
lectores, eso sí, pero de la confección de un libro lo ignoraban todo.
Afortunadamente, la lectura y los libros no escasearon en mi casa ni en mi familia. Cosa que he de agradecerles, porque no era muy frecuente en la España de entonces.
Pocos días después, tuve la enorme alegría - y, por qué no decirlo, el vago temor- de que la editorial Destino me
contratase el libro. Eso sí, con la sorpresa de mi estupefacto padre, a
quien yo no había anticipado nada de aquellos afanes, y que fue
requerido para dar validez a mi contrato con su firma, pues yo era menor
de edad. Animada por el éxito de aquellos primeros pasos, y enterada de
la existencia del Premio Nadal -que había ganado otra mujer joven,
Carmen Laforet, aunque ella era algo mayor que yo -, envié mi segunda
novela, escrita a los diecinueve, con la esperanza de obtenerlo yo
también. No fue así, pero tengo aún la satisfacción y acaso orgullo de
constatar que quedó en tercer lugar, cuando se llevó el premio el gran Miguel Delibes.
La novela citada, llamada «Los AbeI», y escrita, que no publicada, a
los diecinueve años, suplantó en el contrato a Pequeño teatro (que, once
años más tarde, obtuvo el Premio Planeta).
Y ese fue mi verdadero bautizo de entrada en el mundo editorial. Empecé
a conocer a escritores y todo tipo de gentes de «invenciones», puesto
que me aparté totalmente del que había sido hasta aquel momento mi
entorno natural. Conocí y viví un clima distinto, muy distinto del que
había sido el mío habitual hasta aquel momento, y que, paradójicamente,
resultaba mucho más afín a mi naturaleza. Y continué inventando
invenciones, y viene a mi memoria un día en que inventé el «arzadú»...
Brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de una
flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color,
su perfume, aunque no constara en ningún libro nicatálogo de botánica.
Y, así, llegó un día en que estudiosos y minuciosos profesores y
escolares americanos se interesaron por el arzadú, y
me brearon a preguntas: no lo encontraban por ninguna parte. Y yo,
cobarde, me presté a seguir inventando el arzadú. Tuve que continuar
inventándolo durante años, incluso me vi obligada a dibujarlo en las
pizarras, y variaba su color, del rojo al blanco, según me pareciera
pertinente...
«Por fin en España se empieza a reconocer en el cuento, en el relato corto»
Y cuando por fin vi publicado por vez primera mi primer
libro,Los Abel, dormí toda la noche con el ejemplar bajo la almohada. Y
el gran honor con el que hoy se me ha distinguido reúne para mí tanto una trayectoria literaria como vital:
no puedo separar la una de la otra. Desde que tengo uso de razón, he
leído, he escrito, he escuchado ... Desde aquel primer cuento inventado a
los cinco años hasta este último libro, que los recoge casi todos,
compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha ingresado entre los
géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando contemos con entre
sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura «menor».
Pero por fin en España se empieza a reconocer en el cuento, en el relato corto,
el valor y la importancia que merece. Sobre la famosa crueldad de los
cuentos de hadas -que, por cierto, no fueron escritos para niños, sino
que obedecen a una tradición oral, afortunadamente recogida por los
hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España, donde tanta falta
hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado «el tercer hermano Grimm» -,
me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos inanes de
corrección política más o menos oportunos, y que unas manos
depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota,
convierten verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente
aburridos, sino, además, necios. ¿ Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco? Yo
recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de
otoño venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego - como está
mandado -, oían embelesados repetir por enésima vez las palabras
mágicas: «Érase una vez ...» y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once años cuando estalló la guerra civil española.
Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por
sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para
conseguir pan o patatas. No es raro, pues, que yo me permitiera, años
más tarde, definir esa generación a la que pertenezco como la de "los
niños asombrados". Porque nadie nos había . consultado en qué lado
debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada y nos encontramos
formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un día Jaime
Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del
revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su
devastadora magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas
palabras -«el abuelito se ha ido y no volverá ...» - , sino a través de
la visión, en un descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el
terror más indefenso: el de los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas
historias «impropias para niños», añadieron en su ruta interna de niña
asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más atroz que los cuentos de hadas.
«Si en algún momento tropiezan con una historia, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado»
Entonces parecía llenarse de magia la habitación a oscuras
de los niños. Niños asombrados – como cuando, en cierta ocasión, vi
surgir, al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una chispita
azul-, algo que me reveló que yo sería escritora, o que ya lo era. Con
ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul, aquel virus, no me
abandonó nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal del espejo y
se encontró no sólo con su mundo de maravillas, sino consigo misma, no
tuvo necesidad de consultar ningún folleto explicativo. Se lo inventó, como la música de papá.
Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado
trasmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí
me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado.
Muchas gracias.