lunes, 30 de agosto de 2010

"EL SEMINARISTA DE LOS OJOS NEGROS"





Desde la ventana de un casucho viejo

abierto en verano, cerrado en invierno

por vidrios verdosos y plomos espesos,

una salmantina de rubio cabello,

y ojos que parecen pedazos de cielo,

mientras la costura mezcla con rezo,

ve todas las tardes pasar en silencio

los seminaristas que van de paseo.


Baja la cabaza, sin erguir el cuerpo,

marchan en dos filas pausados y austeros

sin más nota alegre sobre su traje negro

que la beca roja que ciñe su cuello

y por la espalda casi roza el suelo.


Un seminarista entre todos ellos,

marcha siempre erguido, con aire resuelto.

La negra sotana dibuja su cuerpo

gallardo y airoso, flexible y esbelto.



Él solo , a hurtadillas, y con el recelo

de que sus miradas observan los clérigos,

desde que en la calle vislumbra a lo lejos

a la salmantina de rubio cabello.

La mira muy fijo, con mirar intenso,

y siempre que pasa él deja el recuerdo

de aquella mirada de sus ojos negros.


Monótono y tardo va pasando el tiempo

y muere el estío y el otoño luego;

y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo,

siempre sola y triste, rezando y cosiendo

una salmantina de rubio cabello

ve todas las tardes pasar en silencio

los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos, ve solo a uno de ellos.


Cada vez que pasa gallardo y esbelto,

observa a la niña que pide aquel cuerpo,

en vez de sotana sus dulces arreos.


Cuando en ella fija sus ojos abiertos

con vivas y audaces miradas de fuego

parece decirla- ¡Te quiero, te quiero!

¡Yo no he de ser cura! ¡No puedo serlo!

Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!

¡A la niña entonces se le oprime el pecho,

la labor suspende, y olvida los rezos.

y ya vive solo en su pensamiento

el seminarista de los ojos negros.


En la lluviosa mañana de invierno

la niña que alegre saltaba del lecho,

oyó tristes cánticos y fúnebres rezos.


Por una angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto,

pues cuatro llevaban en hombros el féretro,

con la beca roja encima cubierto,

y sobre la beca el bonete negro.


Con sus voces roncas cantaban los clérigos;

los seminaristas iban en silencio

siempre en las dos filas hacia el cementerio.

como por las tardes al ir de paseo.


La niña angustiada miraba el cortejo;

los conoce a todos a fuerza de verlos...

Sólo uno, uno sólo faltaba entre ellos,

el seminarista de los ojos negros.


Corriendo los años, pasó mucho tiempo,

y allá en la ventana del casucho viejo,

una pobre anciana de blancos cabellos,

con la tez rugosa y encorbado el cuerpo,

mientras la costura mezcla con el rezo,

recuerda, recuerda, triste por las tardes...

al seminarista de los ojos negros.





AUTOR: Miguel Ramos Carrión.