 
CORRAL DE TRIANA
 
La casita donde yo habitaba
como era de polvito y arena
el vientecito se la llevaba
            Los que hemos nacido en la 
época justa para haber vivido los coletazos finales del arte de los 
corrales trianeros y a la vez haber podido comprobar la evolución de los
 trianeros llevados a habitar barriadas tan lejanas a Triana, somos 
testigos de toda una revolución, si bien no inherente al flamenco, si a 
la forma de vida y convivencia de la gente que abandonaron su barrio y 
fueron llevados a pequeñas casas o pisos, donde se alejaron de sus 
vecinos, considerados familia solidaria en momentos malos, y donde 
adquirieron, porqué no, una mejora de su calidad de vida en lo que 
respecta a habitabilidad, ya que aquellas habitaciones donde podían 
llegar a dormir tres generaciones a la vez, no eran el mejor sitio 
aunque se hallaran en el barrio más famoso del mundo, el de más arte, de
 más solera, con más buena gente, pero también con un índice superior de
 pobreza. En mi caso, con retretes comunes a
 los que mi abuela no me dejaba ir, porque había ratas como borricos. Me
 ponía en la sala un cubo con agua donde hacia mis necesidades y luego 
ella iba a vaciarlo. El pilón de agua, donde se hacían los fregados y se
 cogía agua, era el sitio donde estaba el único grifo de todo el corral.
 Los lavaderos también eran compartidos, y allí discutían las mujeres 
mientras hacían la colada, y donde también se solía escuchar algún 
cantecito, alguna copla, o una vueltecita por tangos.
            Estos apuntes de aquella 
vida, en casas donde se producían derrumbes o  caídas de tejas 
frecuentemente, y donde nacía una higuera por accidente en la cornisa de
 la azotea,  podrían hacerse extensivos también al barrio de San Julián,
 formidable núcleo de viviendas de familias humildes y que sufrió una 
transformación brutal en poco menos de diez años. Recuerdo Baturone y a 
su alrededor los grandes solares que habían dejado los derribos, que 
incluso fueron utilizados en mi niñez para ubicar un pequeño parque de 
atracciones, hasta que empezaron las obras que conformaron las calles 
Corinto y Aceituno tal como hoy podemos verlas. O a la Macarena y su 
arrabal, donde nacieron El Pinto, Carbonero o Vallejo, también cuajada 
de este tipo de viviendas, y, en general, toda Sevilla, San Bernardo, 
las puertas históricas, la Calzada, el centro, la Alameda…
            De allí, de sus casas, 
sacaron a tantos sevillanos que me resulta difícil entender cómo alguien
 nacido en esta urbe no tiene ningún familiar afectado por aquella 
diáspora. El término no es una cursilada, se trata de un inmenso 
movimiento de familias a las cuales llevaron a vivir a sitios muy 
distantes de donde habían nacido y crecido, donde habían amado y 
procreado, donde habían aprendido a cantar o a bailar, a tocar la 
guitarra, a recitar. Comenzó a mediados de los sesenta y su final vino a
 coincidir con la época de la reforma democrática; la muerte del 
dictador (1975), a la que curiosamente, y aunque no sea razonable ni 
ético justificar ese sistema de gobierno en el que se obliga a pensar de
 manera uniforme a todos los seres humanos, se puede anotar como tanto a
 su favor, la construcción de tantos y tantos pisos como se entregaron a
 trabajadores de bajos ingresos y poco -por tanto- poder adquisitivo, a 
los que se ofreció la posibilidad de adquirir una vivienda, pisos en su 
mayor parte, pagando módicas cantidades mensuales y haciendo un pago 
inicial de una entrada asequible.
            Mientras se construían 
aquellos pisos, todo el Polígono Norte, las Tres Mil, las nuevas zonas 
de San Pablo, etc., había que alojarles en algún sitio. Para ello se 
inventaron los “refugios”, lugares provisionales y fabricados a toda 
prisa, y que luego fueron destruidos y asolados. Sobre algunos se 
edificaron pisos de lujo, y en uno muy significativo que recuerdo, se 
levantó un ambulatorio, el de Maria Auxiliadora, que anteriormente había
 sido cochera de los tranvías de Sevilla, en cuyo viejo y vetusto 
edificio de ladrillo visto, y haciendo unas separaciones algunas veces 
con mantas entre las infraviviendas, se alojaron muchos sevillanos. 
También les llevaron a sitios como La Corchuela –yo viví allí-, también 
hoy asolado refugio para los desalojos por ruina o desahucios de 
aquellos entrañables patios de brocales y macetas, un lugar de casitas 
sencillas, con patio interior compartido con otros tres vecinos y con 
agua de pozo en los grifos, aunque el Ayuntamiento acarreaba a diario 
agua potable a unos depósitos situados en el centro del poblado, de 
donde se aprovisionaba las familias. Anterior y efímero, el refugio de 
“Los Merinales” acogió también a algunos habitantes de patios, cuya 
anécdota más significativa es que había sido un campo de concentración y
 lugar de dormitorios de los presos republicanos que construyeron el 
canal del bajo Guadalquivir, conocido entre nosotros por el “canal de 
los presos”. Recuerdo los barracones, divididos por tabiques que 
conformaban las viviendas, que se reducían a una sala y un dormitorio 
interior sin ventanas, con luz pero sin agua corriente, y la antigua 
capilla del campamento, junto a la fuente del agua, hoy también 
desaparecida, con una imagen de la Virgen.
 
CALLE DE LA CORCHUELA