Comparto con todos vosotros unas vivencias de mi amigo, José Luis Tirado Fernández, sobre una época de la Sevilla que se nos fue y que es toda una joya, narrada desde el sentimiento y un concepto de vida que se tenía del convivir sanamente, hoy es muy diferente, pero que existió en Sevilla durante siglos. Espero que os guste tanto como a mí...
La casita donde yo habitaba
como era de polvito y arena
el vientecito se la llevaba
como era de polvito y arena
el vientecito se la llevaba
Los que hemos nacido en la
época justa para haber vivido los coletazos finales del arte de los
corrales trianeros y a la vez haber podido comprobar la evolución de los
trianeros llevados a habitar barriadas tan lejanas a Triana, somos
testigos de toda una revolución, si bien no inherente al flamenco, si a
la forma de vida y convivencia de la gente que abandonaron su barrio y
fueron llevados a pequeñas casas o pisos, donde se alejaron de sus
vecinos, considerados familia solidaria en momentos malos, y donde
adquirieron, porqué no, una mejora de su calidad de vida en lo que
respecta a habitabilidad, ya que aquellas habitaciones donde podían
llegar a dormir tres generaciones a la vez, no eran el mejor sitio
aunque se hallaran en el barrio más famoso del mundo, el de más arte, de
más solera, con más buena gente, pero también con un índice superior de
pobreza. En mi caso, con retretes comunes a
los que mi abuela no me dejaba ir, porque había ratas como borricos. Me
ponía en la sala un cubo con agua donde hacia mis necesidades y luego
ella iba a vaciarlo. El pilón de agua, donde se hacían los fregados y se
cogía agua, era el sitio donde estaba el único grifo de todo el corral.
Los lavaderos también eran compartidos, y allí discutían las mujeres
mientras hacían la colada, y donde también se solía escuchar algún
cantecito, alguna copla, o una vueltecita por tangos.
Estos apuntes de aquella
vida, en casas donde se producían derrumbes o caídas de tejas
frecuentemente, y donde nacía una higuera por accidente en la cornisa de
la azotea, podrían hacerse extensivos también al barrio de San Julián,
formidable núcleo de viviendas de familias humildes y que sufrió una
transformación brutal en poco menos de diez años. Recuerdo Baturone y a
su alrededor los grandes solares que habían dejado los derribos, que
incluso fueron utilizados en mi niñez para ubicar un pequeño parque de
atracciones, hasta que empezaron las obras que conformaron las calles
Corinto y Aceituno tal como hoy podemos verlas. O a la Macarena y su
arrabal, donde nacieron El Pinto, Carbonero o Vallejo, también cuajada
de este tipo de viviendas, y, en general, toda Sevilla, San Bernardo,
las puertas históricas, la Calzada, el centro, la Alameda…
De allí, de sus casas,
sacaron a tantos sevillanos que me resulta difícil entender cómo alguien
nacido en esta urbe no tiene ningún familiar afectado por aquella
diáspora. El término no es una cursilada, se trata de un inmenso
movimiento de familias a las cuales llevaron a vivir a sitios muy
distantes de donde habían nacido y crecido, donde habían amado y
procreado, donde habían aprendido a cantar o a bailar, a tocar la
guitarra, a recitar. Comenzó a mediados de los sesenta y su final vino a
coincidir con la época de la reforma democrática; la muerte del
dictador (1975), a la que curiosamente, y aunque no sea razonable ni
ético justificar ese sistema de gobierno en el que se obliga a pensar de
manera uniforme a todos los seres humanos, se puede anotar como tanto a
su favor, la construcción de tantos y tantos pisos como se entregaron a
trabajadores de bajos ingresos y poco -por tanto- poder adquisitivo, a
los que se ofreció la posibilidad de adquirir una vivienda, pisos en su
mayor parte, pagando módicas cantidades mensuales y haciendo un pago
inicial de una entrada asequible.
Mientras se construían
aquellos pisos, todo el Polígono Norte, las Tres Mil, las nuevas zonas
de San Pablo, etc., había que alojarles en algún sitio. Para ello se
inventaron los “refugios”, lugares provisionales y fabricados a toda
prisa, y que luego fueron destruidos y asolados. Sobre algunos se
edificaron pisos de lujo, y en uno muy significativo que recuerdo, se
levantó un ambulatorio, el de Maria Auxiliadora, que anteriormente había
sido cochera de los tranvías de Sevilla, en cuyo viejo y vetusto
edificio de ladrillo visto, y haciendo unas separaciones algunas veces
con mantas entre las infraviviendas, se alojaron muchos sevillanos.
También les llevaron a sitios como La Corchuela –yo viví allí-, también
hoy asolado refugio para los desalojos por ruina o desahucios de
aquellos entrañables patios de brocales y macetas, un lugar de casitas
sencillas, con patio interior compartido con otros tres vecinos y con
agua de pozo en los grifos, aunque el Ayuntamiento acarreaba a diario
agua potable a unos depósitos situados en el centro del poblado, de
donde se aprovisionaba las familias. Anterior y efímero, el refugio de
“Los Merinales” acogió también a algunos habitantes de patios, cuya
anécdota más significativa es que había sido un campo de concentración y
lugar de dormitorios de los presos republicanos que construyeron el
canal del bajo Guadalquivir, conocido entre nosotros por el “canal de
los presos”. Recuerdo los barracones, divididos por tabiques que
conformaban las viviendas, que se reducían a una sala y un dormitorio
interior sin ventanas, con luz pero sin agua corriente, y la antigua
capilla del campamento, junto a la fuente del agua, hoy también
desaparecida, con una imagen de la Virgen.
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