Un día en el firmamento una estrella le confesó a la Luna que sentía envidia de quienes vivían en la Tierra. El planeta se veía tan verde y azul desde allí arriba. Tan lindo que la estrella imaginaba lo bonito que sería convertirse en flor y vivir rodeada de tan hermosos valles, bosques, ríos y montañas.
La Luna, orgullosa, no se lo tomó bien. Enfadada y despechada decidió acceder y la envió a una de nuestra montañas más altas. Allí, cubierta por un manto de blanca nieve, la estrella se convirtió en una de las flores más hermosas nunca vistas, con forma estrellada y pétalos de color de luna.
Sin embargo, la Luna se había cobrado su despecho y la nueva flor pronto se dio cuenta. Estaba sola, rodeada de roca y hielo en lo alto de las montañas y alejada del resto de seres de la Tierra.
Cuenta la leyenda que esa hermosa y solitaria flor es la flor de nieve (nieu en aragonés) o Edelweiss, que podemos encontrar en las cotas más altas del Pirineo.
La leyenda de Edelweiss
Otra versión cuenta que un apuesto joven declaró su amor a Edelweiss, una joven muy especial cuya belleza era solo comparable al blanco de las nieves. Agradecida por tal proposición, Edelweiss retó al joven a encontrar una estrella que a la Tierra llegó convertida en flor y que habita en lo más alto de las montañas, rodeada de hielo y nieve. Un gran amor requiere de una gran hazaña, dijo.
El joven, aunque asustado, aceptó la propuesta y salió en su busca. Sin embargo, las semanas y los meses pasaron sin que regresara. Edelweiss, apenada y enamorada, pronto enloqueció y una de las frías noches de invierno salió a buscarlo entre la nieve. Gritó su nombre con fuerza hasta quedarse sin voz. Desde ese día nadie volvió a ver a la joven. Nunca más se supo nada de ellos.
Dicen que la flor recibió el nombre de Edelweiss para honrar el amor de la pareja y que por este motivo, la flor representa el coraje, los sueños y el amor eterno.
Mis padres vivieron la Explosión de Cádiz, por cierto, en Cádiz siempre se escribe con mayúsculas siendo esto una regla no escrita.
ResponderEliminarA mi madre le pilló en el patio de su casa, acababa de cenar y estaba jugando antes de irse a la cama, tenía doce años. Recuerda que el cielo se puso totalmente rojo y que todos los cristales saltaron a la vez. El estruendo, los gritos, pero sobre todo no olvida ese color rojizo que a pesar de la oscuridad, no cesaba.
Mi padre, también con doce años, le pilló comprando en un almacén donde su padre le había mandado. Era el cruce de las calles Botica y Teniente Andújar. Estaba de frente a esta última calle mirando hacia las Puertas de Tierra que se veían al final de ella.
Siempre se jactó de ser uno de los primeros gaditanos que vieron la Explosión, porque comenzó a ver el cielo rojo y casi de inmediato un fortísimo empujón lo tiró de espaldas, para luego ser enterrado en cristales y maderas hasta que el propio tendero que estaba esperando para venderle, lo agarró como pudo y lo metió en su local, de donde lo recogió su padre, mi abuelo, minutos después.
Como vivía en pleno Barrio de Santa María, limítrofe a la zona mas perjudicada, siempre mantuvo que hubo muchas más víctimas que fueron eliminadas por un motivo u otro, de la lista oficial.
Me explico: La zona arrasada era un lugar de huertas, campos, arboledas, etc., hoy está llena de edificios y la Avenida de Andalucía la atraviesa. Allí, en pleno verano, pernoctaban los agricultores o ganaderos que a la mañana siguiente entraban en la Lonja de la ciudad a vender sus productos. También marineros de barcos mercantes que embarcaban pocas horas después, aparte de parejas que buscaban la intimidad de algunos rincones para sus escarceos.
Mi padre, que como dije tenía doce años, hacía con sus amigos incursiones por aquellos parajes para molestar a los que allí estaban por una razón u otra. Siempre dijo que forzosamente había personas allí, como todos los días de verano, donde él y sus amigos iban, como dije antes, de vez en cuando a hacer travesuras con ellos.
Los gaditanos y gaditanas que vivieron aquella Explosión, se encargaron de transmitir su experiencia a la generación que les sucedió y nosotros hacemos lo mismo con los que nos suceden. Aquello, no se puede olvidar, y todos seguimos honrando y recordando a todas las víctimas de ese suceso.
Afortunadamente, mi maestro y amigo José Antonio Aparicio Florido, auténtico experto en este tema y en el del Maremoto de 1755, está trabajando duramente para hacer cada día más grande el Museo de la Explosión, felizmente abierto gracias a su esfuerzo e iniciativa.
Os recomiendo leer los cuatro artículos, escritos por historiadores-as, que están en los vínculos de esta entrada.