Sevilla comienza con la ese mayúscula de sol. Al nombrarla inmediatamente nos viene la idea del abanico, el búcaro, mecedora de rejilla en el patio, cuajadito de macetas, el vasito de gazpacho y las pipas de melón secas al sol, son recuerdos que me vienen del ambiente veraniego de mi casa, en mi niñez...
Sevilla en primavera cambia de cara y se desmelena, se pone más cautivadora con sus dos grandes fiestas que ya exigen lo que Sevilla desea: sol y calorcito: El mayo sevillano es el preferido por los poetas que le inspiran bellos poemas, porque el sol y el aire acarician y se llena de colores sus rincones, ilusiónes de románticos versos...Ya en verano, en vez de acariciar castiga y deslumbra, es cuando la ciudad adquiere la plenitud de su personalidad sevillana. No podemos imaginarnos a la primitiva Hispalis sin estar bañada, cubierta y poseída por el sol, ni sus casas con el umbrío zanguán, fresquito por la cortinilla que lo reserva de la flama. A través de la ventana se filtran las cuchilladas de sol . Sevilla en verano es más Sevilla. Su fiesta veraniega por antonomasia es La Velá de Santa Ana, superviviente a otras que en Sevilla se celebraban y es así por el sentimiento trianero. Una vez la conoces, se queda dentro del corazón y para siempre. La gente soportan el invierno, disfrutan la primavera-y la otra primavera invertida que es el otoño-, pero viven plenamente el verano.
Los más ancianos, siempre añorantes, aseguran tercamente que en su juventud hacía mucho más calor que ahora, que aquellos sí que eran veranos, no estos. Gustan sazonar sus asertos con chascarrillos, ingenuos sobre sevillanos que llegaron al infierno y no sentían tanta calor que cuando, en vida, tenían que atravesar el bellísimo Puente de Triana al mediodía en el mes de agosto.
Con ese calor el sevillano era especialmente proclive a la indolencia, que en modo alguno, debe confundirse con la pereza, simplemente es una reacción biológica con un tipo de flojera que obliga a realizar determinadas acciones lentamente, no es inactividad, que conste. La acción de abanicarse se hace con una sola mano, es complicado simultanearla con otra acción manual que no sea leer, comer con pinchos o hacer una suma. Pensad que nuestros abuelos de jóvenes no tenían aire acondiccionado.
Recuerdo al anochecer a los niños y señoras mayores de blanco delantal vendiendo moñas de jazmines, siempre en mi casa había varios macetones de esa pequeña flor de deliciosa aroma, es mi preferida, junto al azahar. Íbamos mucho a los cines de verano. A la salida del Arrayán, mi padre solía comprar melón o sandía, cuyo puesto estaba ubicado delante del Palacio de los Marqueses de la Algaba, otras veces era el cine Ideal, en la Alameda, primero paseábamos y siempre pasaba mi mano por el lomo de Las Sirenas que en aquellas calendas la Casa Palacio las tenía abajo en la entrada...
...Y el búcaro, entrañable, imprescindible, yo tenía uno pequeño rojo, tenía muchos años, que se me rompió, pero en casa había varios, hacían el agua bastante fresquita.
Las habitaciones las refrescábamos aljofifando el suelo por la mañana temprano, con agua limpia y abundante dejando empapada las losetas. Se echaba la persiana que en las habitaciones grandes era de esparto "poníamos el fresquito" en la casa.
Teniamos una macetita de albahaca, en todas las habitaciones, producía sensación de frescor verde, que invitaba a acariciarla e impregmar las manos con su perfume, era un placer para la vista y olfato, la modestita albahaca era un elemento considerable, adquiría singular protagonismo era axiomático sedante para las manos sudorosas. Una maceta mayor presidía desde el centro de la mesa el comedor de la casa, sobre un plato de loza que recogía el agua que rezuma el tiesto...
La hora de la siesta era sagrada, religiosamente respetada, nadie se acostaba, ya que los colchones eran de lana de vellón, sino que nos íbamos al patio a la sombrita del toldo, abriendo puertas y ventanas para que corriera el aire, las entradas estaban protegidas por cancelas. Sobra decir que el patio era el sitio más fresco de la casa, cuya ventilación estaba asegurada por la corriente de aire resultante de la alineación de la puerta de la calle: (zaguán en Sevilla y casapuerta en la de Cádiz)-con el patinillo, nunca se interrumpía esta corriente. En esas horas el ruido mermaba, el ambiente umbrío y esa penumbra era toda una invitación a sentarse en las mecedoras de rejillas, con el búcaro al lado, era un placer de dioses aquel descanso, la quintaesencia de la paz, disfrutándola.
Mi hermano y yo cogíamos grillos, los metiamos en jaulitas, las colgábamos en el patio y su monótono crí-crí actuaba como relajante somnífero...
En mi casa había una piara de mosquitos "de lo má cumplio der mundo, ni uno sólo dejaba de saludarnos durante la noche...¡Zás! er guantaso que mú cortesmente correspondiamos todos...
Recuerdo al anochecer a los niños y señoras mayores de blanco delantal vendiendo moñas de jazmines, siempre en mi casa había varios macetones de esa pequeña flor de deliciosa aroma, es mi preferida, junto al azahar. Íbamos mucho a los cines de verano. A la salida del Arrayán, mi padre solía comprar melón o sandía, cuyo puesto estaba ubicado delante del Palacio de los Marqueses de la Algaba, otras veces era el cine Ideal, en la Alameda, primero paseábamos y siempre pasaba mi mano por el lomo de Las Sirenas que en aquellas calendas la Casa Palacio las tenía abajo en la entrada...
...Y el búcaro, entrañable, imprescindible, yo tenía uno pequeño rojo, tenía muchos años, que se me rompió, pero en casa había varios, hacían el agua bastante fresquita.
Las habitaciones las refrescábamos aljofifando el suelo por la mañana temprano, con agua limpia y abundante dejando empapada las losetas. Se echaba la persiana que en las habitaciones grandes era de esparto "poníamos el fresquito" en la casa.
Teniamos una macetita de albahaca, en todas las habitaciones, producía sensación de frescor verde, que invitaba a acariciarla e impregmar las manos con su perfume, era un placer para la vista y olfato, la modestita albahaca era un elemento considerable, adquiría singular protagonismo era axiomático sedante para las manos sudorosas. Una maceta mayor presidía desde el centro de la mesa el comedor de la casa, sobre un plato de loza que recogía el agua que rezuma el tiesto...
La hora de la siesta era sagrada, religiosamente respetada, nadie se acostaba, ya que los colchones eran de lana de vellón, sino que nos íbamos al patio a la sombrita del toldo, abriendo puertas y ventanas para que corriera el aire, las entradas estaban protegidas por cancelas. Sobra decir que el patio era el sitio más fresco de la casa, cuya ventilación estaba asegurada por la corriente de aire resultante de la alineación de la puerta de la calle: (zaguán en Sevilla y casapuerta en la de Cádiz)-con el patinillo, nunca se interrumpía esta corriente. En esas horas el ruido mermaba, el ambiente umbrío y esa penumbra era toda una invitación a sentarse en las mecedoras de rejillas, con el búcaro al lado, era un placer de dioses aquel descanso, la quintaesencia de la paz, disfrutándola.
Mi hermano y yo cogíamos grillos, los metiamos en jaulitas, las colgábamos en el patio y su monótono crí-crí actuaba como relajante somnífero...
En mi casa había una piara de mosquitos "de lo má cumplio der mundo, ni uno sólo dejaba de saludarnos durante la noche...¡Zás! er guantaso que mú cortesmente correspondiamos todos...