jueves, 26 de noviembre de 2015

DE TRIANA AL POLÍGONO...




Comparto con todos vosotros unas vivencias de mi amigo, José Luis Tirado Fernández, sobre una época de la Sevilla que se nos fue y que es toda una joya, narrada desde el sentimiento y un concepto de vida que se tenía del convivir sanamente, hoy es muy diferente, pero que existió en Sevilla durante siglos. Espero que os guste tanto como a mí...

FOTO PERFIL
CORRAL DE TRIANA
CORRAL DE TRIANA
La casita donde yo habitaba
como era de polvito y arena
el vientecito se la llevaba
            Los que hemos nacido en la época justa para haber vivido los coletazos finales del arte de los corrales trianeros y a la vez haber podido comprobar la evolución de los trianeros llevados a habitar barriadas tan lejanas a Triana, somos testigos de toda una revolución, si bien no inherente al flamenco, si a la forma de vida y convivencia de la gente que abandonaron su barrio y fueron llevados a pequeñas casas o pisos, donde se alejaron de sus vecinos, considerados familia solidaria en momentos malos, y donde adquirieron, porqué no, una mejora de su calidad de vida en lo que respecta a habitabilidad, ya que aquellas habitaciones donde podían llegar a dormir tres generaciones a la vez, no eran el mejor sitio aunque se hallaran en el barrio más famoso del mundo, el de más arte, de más solera, con más buena gente, pero también con un índice superior de pobreza. En mi caso, con retretes comunes a los que mi abuela no me dejaba ir, porque había ratas como borricos. Me ponía en la sala un cubo con agua donde hacia mis necesidades y luego ella iba a vaciarlo. El pilón de agua, donde se hacían los fregados y se cogía agua, era el sitio donde estaba el único grifo de todo el corral. Los lavaderos también eran compartidos, y allí discutían las mujeres mientras hacían la colada, y donde también se solía escuchar algún cantecito, alguna copla, o una vueltecita por tangos.
            Estos apuntes de aquella vida, en casas donde se producían derrumbes o  caídas de tejas frecuentemente, y donde nacía una higuera por accidente en la cornisa de la azotea,  podrían hacerse extensivos también al barrio de San Julián, formidable núcleo de viviendas de familias humildes y que sufrió una transformación brutal en poco menos de diez años. Recuerdo Baturone y a su alrededor los grandes solares que habían dejado los derribos, que incluso fueron utilizados en mi niñez para ubicar un pequeño parque de atracciones, hasta que empezaron las obras que conformaron las calles Corinto y Aceituno tal como hoy podemos verlas. O a la Macarena y su arrabal, donde nacieron El Pinto, Carbonero o Vallejo, también cuajada de este tipo de viviendas, y, en general, toda Sevilla, San Bernardo, las puertas históricas, la Calzada, el centro, la Alameda…
            De allí, de sus casas, sacaron a tantos sevillanos que me resulta difícil entender cómo alguien nacido en esta urbe no tiene ningún familiar afectado por aquella diáspora. El término no es una cursilada, se trata de un inmenso movimiento de familias a las cuales llevaron a vivir a sitios muy distantes de donde habían nacido y crecido, donde habían amado y procreado, donde habían aprendido a cantar o a bailar, a tocar la guitarra, a recitar. Comenzó a mediados de los sesenta y su final vino a coincidir con la época de la reforma democrática; la muerte del dictador (1975), a la que curiosamente, y aunque no sea razonable ni ético justificar ese sistema de gobierno en el que se obliga a pensar de manera uniforme a todos los seres humanos, se puede anotar como tanto a su favor, la construcción de tantos y tantos pisos como se entregaron a trabajadores de bajos ingresos y poco -por tanto- poder adquisitivo, a los que se ofreció la posibilidad de adquirir una vivienda, pisos en su mayor parte, pagando módicas cantidades mensuales y haciendo un pago inicial de una entrada asequible.
            Mientras se construían aquellos pisos, todo el Polígono Norte, las Tres Mil, las nuevas zonas de San Pablo, etc., había que alojarles en algún sitio. Para ello se inventaron los “refugios”, lugares provisionales y fabricados a toda prisa, y que luego fueron destruidos y asolados. Sobre algunos se edificaron pisos de lujo, y en uno muy significativo que recuerdo, se levantó un ambulatorio, el de Maria Auxiliadora, que anteriormente había sido cochera de los tranvías de Sevilla, en cuyo viejo y vetusto edificio de ladrillo visto, y haciendo unas separaciones algunas veces con mantas entre las infraviviendas, se alojaron muchos sevillanos. También les llevaron a sitios como La Corchuela –yo viví allí-, también hoy asolado refugio para los desalojos por ruina o desahucios de aquellos entrañables patios de brocales y macetas, un lugar de casitas sencillas, con patio interior compartido con otros tres vecinos y con agua de pozo en los grifos, aunque el Ayuntamiento acarreaba a diario agua potable a unos depósitos situados en el centro del poblado, de donde se aprovisionaba las familias. Anterior y efímero, el refugio de “Los Merinales” acogió también a algunos habitantes de patios, cuya anécdota más significativa es que había sido un campo de concentración y lugar de dormitorios de los presos republicanos que construyeron el canal del bajo Guadalquivir, conocido entre nosotros por el “canal de los presos”. Recuerdo los barracones, divididos por tabiques que conformaban las viviendas, que se reducían a una sala y un dormitorio interior sin ventanas, con luz pero sin agua corriente, y la antigua capilla del campamento, junto a la fuente del agua, hoy también desaparecida, con una imagen de la Virgen.
CALLE DE LA CORCHUELA
CALLE DE LA CORCHUELA



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