jueves, 26 de abril de 2012

SEVILLA EN LA HISTORIA Y EN LA LEYENDA

"LA MUJER EMPAREDADA"

Cierta noche de invierno del año de 1868, llamaron a la puerta de la casa número 4 de la calle Marqués de la Mina, próxima a la parroquia de S. Lorenzo y donde vivía a la sazón Esteban Pérez, maestro albañil. Abrió la puerta el hombre, que estaba acostado, rezongando entre dientes de que le llamasen a una hora desusada, y se encontró con un caballero bien portado, cubierto con chistera y envuelto en vistosa capa, que cortésmente le dijo:
-Maestro, ¿podría usted hacer ahora mismo un pequeño trabajo que es muy urgente?
Calculó el maestro que se trataría de reparar algún bajante, o cosa parecida que no admite demora, y así pensando que la molestia le reportaría la natural ganancia, respondió:
-Siendo urgente, no puedo negarme, aunque no es hora agradable para trabajar. Lo malo es que no vamos a encontrar materiales porque los polveros están cerrado.
-No se preocupe por eso, que ya tengo previsto el yeso y la cal que serán necesarios. Recoja usted sus herramientas, que es lo único que precisa.
Hízolo así el albalñil, y salieron. En la esquina de Santa Clara había un coche de caballos. El caballero invitó al maestro a subir en él, pero cuando lo hizo le advirtió:
-Le pagaré muy bien el trabajo, pero una condición, y es que la  tendrá usted de ir con los ojos vendados.
Y como el maestro manifestase cierta repugnancia a ello, el caballero sacó de entre la capa un revólver y poniéndoselo en el pecho le dijo:
-Puede usted elegir entre el oro y el plomo.
Ante tan poderosos "argumentos", el albañil, encomendádose mentalmente a Dios para que le protegiera en aquella ventura, se dejó vendar con un pañuelo de seda los ojos y el caballero le sujetó bien para asegurarse que no vería nada. Y tomó la precaución de cerrar las cortinas del coche, por si le quedaba alguna rendija que pudiera ver del pañuelo. Hecho esto, el caballero subió al pescante y arreó al caballo y salieron a buen paso arrancando con sus herraduras chispas del empedrado de la calle.
Anduvieron durante mucho rato. El albañil trataba de adivinar, por las vueltas que daba el coche doblando esquinas, el itinerario, pero en seguida perdió el hilo de las calles. Luego debieron tomar alguna carretera, porque el trayecto lo hacían en linea recta y por terreno no empedrado. Así estuvieronuna hora larga y al cabo volvieron a entrar en un lugar pavimentado, porque volvión a sentir la trepitación de adoquines bajo las llantas del coche. Por fin se detuvieron y ayudó a salir al temeroso albañil llevándolo cogido de un brazo para que pudiera caminar con los ojos vendados.
Anduvieron unos pasos y entraron en una casa porque ahora el suelo era liso, y a Esteban le pareció pavimento de grandes losas de piedra, o mármol. Descendieron unos escalones y entraron en su lugar que debía ser un sótano, porque olía a humedad. Entonces el caballero le quitó la venda que le cubría los ojos. A la luz de unas velas encendidas, pudo entonces el albañil tratar de observar la cara de su acompañante. Como en la calle Marqués de Mina no existía alumbrado y era una noche muy oscura, no se había percatado de que el caballero, a más de embozarse en la capa, llevaba un antifaz que le cubría el rostro. El descubrir estos detalles asustó al honrado Esteban Pérez, pero disimuló el miedo lo mejor que pudo.
El caballero le condujo al extremo del sótano y entonces vió Esteban algo que aún aumentó su terror.
En una especie de pequeña habitación o alacena, había una mujer sentada en una silla, amarrada con cuerdas y amordazada. El caballero ordenó con voz dura e imperiosa a Esteban:
-Levante usted un tabique ante la puerta de esa alacena. Temblándole las manos, y doblandosele las piernas del pavor que le embargaba, el albañil comenzó su trabajo, con los materiales que tal y como le había anunciado su acompañante estaban allí amontonados en el suelo. No faltaba no siquiera el agua para amasar la mezcla. Mientras hacía los preparativos observaba que la mujer le miraba con los ojos llenos de espanto.
Levantó el tabique, lo enfoscó y enlució con yeso, dejándolo tan  perfecto que no se advertía que tras él había una habitación donde quedaba sepultada una criatura viva.
Terminada la macabra faena, el caballero advirtió con terrible voz al amedrentado albañil:
-Si de esto sabe alguien una palabra, puede usted contarse entre los muertos.-Seguidamente le entregó cinco monedas de oro, que aunque representaba una fortuna para él, no le produjeron el menor entusiasmo. Guardó el dinero en el bolsillo, y se dejó vendar otra vez los ojos sin protestar.
Volvió el caballero a cogerle del brazo y le sacó de allí, lo condujo por las mismas calles, carretera y otra vez la esquina de Santa Clara, donde se detuvo el carruaje. Al despedirle le enseñó nuevamente el revólver a modo de advertencia.
Esteban entró en su casa alterado y pavoroso de lo que acababa de hacer, y se volvió a acostar en silencio. Su mujer notó que algo raro le había ocurrido, pero él no quiso contestarle y se volvió de espaldas intentando conciliar el sueño. Sin embargo, pasado un rato y ante las preguntas de ella, Esteban no pudo seguir guardando silencio y le contó el terrible suceso.
-Pues no puedes callarte, porque eso significaría convertirte en cómplice de un crimen. Lo que tienes que hacer es irte corriendo a dar cuenta al juez de lo pasado.
Esteban comprendió que su mujer tenía razón y se vistió, también lo hizo la esposa y salieron juntos para buscar la guardia, que era aquel día Pedro Ladrón de Guevara.
Ante el juez, Esteban contó lo sucedido, y el usía preguntó preocupado:
-¿Qué tamaño tenía la alacena?
-Pues como tres varas de largo por tres de ancho y unas cinco de altura.
-Entonces la mujer tendrá aire para respirar unas cuatro horas. Tenemos que averiguar antes que amanezca dónde está la casa-observó el juez.
Y tomando rápidamente su sombrero de copa y  levita añadió:
-Vamos ahora mismo a empezar la diligencias. En primer lugar, ¿usted no podría deducir por el camino que ha recorrido en el coche a dónde le han llevado?
-No, señoría; mucho lo intenté, pero no pude hacerme con el trayecto.
-¿No tiene usted ningún indicio, de algún ruido de molinos, presas, o algo significativo?
-No oí nada de eso. Calculo que hemos andado como tres leguas, y ahora que usía lo dice, me extraña que no hayamos pasado por ningún lugar donde se oyera el río, ni gente de los barcos, ni ruidos de carros en carretera.
-Entonces la cosa es difícil. Los pueblos que hay a distancia en tres leguas tienen  todos durante la noche funcionendosus molinos, y en Alcalá de Guadaira el ruido de las panaderías y el olor de pan no le hubiera pasado inadvertido. Otra pregunta. ¿tiene usted el mismo calzado que llevaba, o se ha cambiado las botas?
-No, señoría, llevo el mismo, y si lo dice por si se me ha pegado barro en las espuelas, ya me fijé.
-¿No escuchó usted algunas campanas de algún convento que tocasen maitines o algún rezo nocturno? Podría ser que hubiera pasado por S. Isidoro del Campo o por algún monasterio semejante.
-Ahora que me dice usía esto, sí recuerdo un detalle. Mientras estábamos entrando en la casa, oí dar la una en un reloj de torre. Por cierto, que pensé si sería la una o si sería un cuarto, pero después, cuando estaba trabajando en levantar el tabique, oí dar el cuarto, lo que me aseguró de que la primera hora que escuché era la una.
-Bien, tenemos un indicio ya. Tendremos que empezar por buscar al relojero de la ciudad.
Dispuso el juez que se fuera con él Esteban, y la mujer aguardase y ambos salieron rápidamente hacia la calle Gallegos, donde vivia Manuel Sánchez, relojero de la ciudad y relojero del palacio de los duques de Montpensier. El juez explicó en breves palabras a Manuel el asunto, pidiéndole su colaboración pericial. El relojero caviló un momento y después dijo:
-Relojes de torre que den los cuartos con una   sola campanada, no hay ninguno en pueblos que estén situados a tres leguas de Sevilla. Los conozco muy bien y todos son relojes modernos de doble campanada en los cuartos y en las medias.
-Esto quiere decir que no le han llevado a usted a ningún pueblo-observó el juez dirigiéndose a Esteban-.Durante el trayecto de carretera, ¿se fijó si daban las vueltas hacia dos lados, o siempre giraban hacia el mismo?
-Pues ahora que caigo, siempre girábamos a la derecha.
-Una hora entera, girando siempre a la derecha, no es camino hacia ningún sitio. La han estado a usted dando vueltas por la Ronda, alrededor de Sevilla, para desorientarle. La verdad es que podemos suponer que no le han sacado a usted de la ciudad-concluyó el juez-
-Pues es verdad-asintió Esteban Pérez.
-¿Y cuáles relojes, de esas características, de una campanada en los cuartos hay en Sevilla?-preguntó el juez al relojero.
-Hay muchos.
-Pues los habremos de comprobar todos, don Manuel...Véngase con nosotros, para que los haga sonar, y pueda este hombre identificar por el oído qué reloj fue el que escuchó hace un rato.
Rápidamente, con la premura del tiempo que les quedaba para evitar que la mujer emparedada se asfixiase en su estrecha cárcel, Manuel, su hijo, Sánchez Perrier y el relojero oficial Eduardo Torner, a quien despertaron para que les ayudase, fueron recorriendo una a una las torres de Sevilla donde había relojes públicos, despertando a los sacristanes para que les franqueasen el acceso, y adelantaban las manecillas para hacer sonar un cuarto, mientras abajo en la calle, el albañil se esforzaba en reconocer el sonido de las campanas.
Así estuvieron en el Ayuntamiento, en la Universidad, en el Palacio de S. Telmo, Correos y varias iglesias, incluyendo la Catedral. Ya estaban desalentados al repetirse una y otra vez las negativas del albañil, cuando en la Plaza de San Lorenzo, Esteban Pérez al escuchar el reloj le dijo al juez con viva alegría:
-No cabe duda. Ha sido el reloj de S. Lorenzo.-Y añadió-:¡Pero qué brutísimo soy! Mira que ser el reloj de mi barrio y no haberlo reconocido entonces. Claro que por lo nervioso que estaba no eché cuenta de ello.
Ya estaba la mitad del misterio aclarado. Pero faltaba por por aclarar la otra mitad. ¿Qué casa próxima a la iglesia de San Lorenzo sería la que buscaban? El juez requirió al alcalde del barrio, quien manifestó:
-Casas que tengan sótano, cercanas a la iglesia, no creo que haya más de dos. La una en la calle Santa Clara, y la otra en la misma Plaza de S. Lorenzo.
Se dirigieron a ésta última, el juez llamó a la puerta sin obtener respuesta. A los golpes salió una vecina a la ventana y dijo:
-No se molesten en llamar, porque en esa casa no hay nadie. Hace un momento que el dueño ha salido en su coche de caballos, con varias maletas. Se conoce que se iba de viaje.
Mandó el juez a la vecina que bajase, y allí la interrogó sobre el dueño de la casa, la vecina lo describió de suerte que Esteban reconoció que era el mismo sujeto. No cabía dudas, el criminal se daba a la fuga. 
Mandó el juez al albañil que descerrajase la puerta. Entraron en la casa y en efecto, había un sótano. Abrieron la puerta del mismo y entraron en él, y al fondo el albañil tanteó la pared y dijo al juez:
Vea, señoría cómo aún está húmeda.
Derribó Esteban el tabique y apareció ante los ojos del juez y sus acompañantes la mujer emparedada, que todavía estaba viva, pero desmayada.
Mandó al aguacil el juez al boticario de S. Lorenzo a por sales para reanimar a la señora, cuando despertó, contó lo que había sucedido.
Ella era hija del dueño de una confitería que había en La Campana, y habiendo cumplido los treinta años se daba ya por solterona irremediable, cuando vino a Sevilla un caballero de edad madura muy rico, quien la pretendió, y como no tenían por qué esperar, se casaron muy pronto. El caballero venía de Cuba, y según decían tenía en aquella colonia plantaciones de azúcar de caña que le proporcionaban sustanciosas rentas. Al poco de casarse, se manifestó él tan celoso que la tenía encerrada sin permitirle salir más que a misa, y eso acompañándola él. Nunca le consintió recibir ni hacer visitas, y cuando ella le hablaba de que queria ir a ver a su familia, que vivia tan cerca, se negaba, diciendo que puesto que se había casado, no tenía más familia que él.
El día anterior había regresado de Cuba un primo de ella, militar y por la tarde había ido a visitar a su prima, la que lo recibió no estando el marido.
Por al noche, él se enfureció porque su esposa recibió al pariente a pesar de la prohibición, la obligó a escribir una carta a sus padres comunicandoles que se marchaba a Cuba con su marido, y después la bajó al sótano, la ató, amordazó, teniéndola allí hasta que vino el albañil y la emparedó,  como ya sabemos.
Envió el juez requesitoria a las ciudades de la costa con el fin de apresar al fugitivo, y con tan buena suerte que le detuviron en Cádiz cuando ya estaba embarcando para La Habana.
Conducido a Sevilla, declaró, y ya se pudo saber toda la verdad de todo. Aunque vino de Cuba por primera vez, se afincó en Sevilla, dijo ser propietario de plantaciones azucareras, lo cierto es que nunca tuvo tales propiedades, sino que había sido el verdugo de La Habana, y que con las ejecuciones de muchísimos reos ganó gran fortuna. Era la época en que se iniciaba los primeros movimientos revolucionarios con los que Cuba procuraba su independencia. Para ganar más dinero, el verdugo denunciaba  falsamente a muchas persona, (¡Qué tío!). Para disfrutar sin temor a acechanzas ni represalias de los familiares denunciados por él y temeroso por si le descubrian, se vino a España, y en Sevilla, se casó con la hija del confitero, dispuesto a acabar sus días aquí regaladamente.
Pero cuando se enteró que su mujer tenía un pariente en Cuba, pensó que todo acabaría por descubrirse, por lo que fingiendo estar celoso, apartó a su mujer de toda convivencia familiar, y más tarde cuando supo que el pariente había sido repatriado y que había estado en su casa, pensó que todo estaba a punto de descubrirse, por lo que quiso deshacerse de su mujer, emparedándola.
El verdugo de Cuba, por el intento de matar a su mujer, y por los crímenes que con sus falsas delaciones había cometido, fue condenado a muerte y ajusticiado en el patíbulo sentado en la "Azoteílla Del Pópulo", (hoy éste barrio, no existe), donde le dieron garrote vil como él lo había dado en La Habana a tantos infelices.
La emparedada de San Lorenzo se volvió a casa de sus padres y vendió el edificio donde había sufrido tanto. Pasado algún tiempo , este edificio vino a ser la Jefatura de Obras Públicas, y ahora sobre su solar se ha levantado la nueva basílica de Nuestro Padre Jesús  del Gran Poder.
¡El Señor de Sevilla!


Tradiciones  y Leyendas Sevillanas
José Mª de Mena
ED: Plaza & Janés.